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El cisne amarillo

Noviembre de 2021 «El cisne amarillo es pues, a la vez, un augurio bueno y malo. Una cosa y su contraria, excitante y torvo. Si tuviera que asociarlo a un fenómeno económico perturbador o contradictorio, como es el cisne amarillo, que, sin embargo, acaba produciendo beneficios, sería el de la “destrucción creativa”.»

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os Cisnes Amarillos (Yellow Swans) fueron una banda de música improvisada experimental (noise music) formada en Portland (Oregón, EE. UU.) en 2001. Sus dos componentes se separaron en 2008 dejando una discografía de más de cincuenta álbumes. No he oído su música porque no me ha gustado mucho lo que se dice en internet y no estoy para malgastar el tiempo. Esto es todo lo que sé sobre los cisnes amarillos. O sea, que tampoco existen.

Resulta que el color amarillo es muy interesante. Representa a la vez el calor y la alegría, por una parte, y por otra la enfermedad y la cobardía. El amarillo rabioso se usa para señalizar zonas de peligro o como advertencia. A los toreros, el color amarillo les da mal fario y los diseñadores le temen. Mezclado con el negro, dicen los que saben de esto, da la combinación más potente de todo el espectro cromático.

El cisne, ya es hora de decirlo, representa la belleza, el romanticismo, la fidelidad. No hay boda al aire libre que no tenga un cisne pintado, ni bestseller del género sentimental que no lo ponga de fondo en su portada de tapa blanda. Y, por lo visto, hay gente que sueña con cisnes amarillos. Cuando esto sucede, dicen en internet, la interpretación es que algo excitante está a punto de sucederte, aunque también puede significar que ramoneas alrededor de asuntos pasados mal resueltos.

El cisne amarillo es pues, a la vez, un augurio bueno y malo. Una cosa y su contraria, excitante y torvo. Si tuviera que asociarlo a un fenómeno económico perturbador o contradictorio, como es el cisne amarillo, que, sin embargo, acaba produciendo beneficios, sería el de la "destrucción creativa".

Los agentes económicos, en nuestra gran mayoría, somos conservadores por naturaleza. Lo que es una manera suave de decir que somos reaccionarios. Es decir, reacios al cambio. Pedimos protección contra el cambio que nos barre, aunque beneficie a otros. Un cambio que también podríamos promover nosotros si osáramos salir de la zona de confort, del mercado cautivo, del giro de activos productivos amortizados y obsoletos que en su día fueron promotores del cambio.

Decimos a menudo que, como sociedad, vamos mejor que nunca, pero mostramos una tez amarillenta cuando el fallo de los sistemas educativos se traslada al mercado de trabajo y el paro juvenil permea a sus capas nuevas.

No acabamos de entender que cuando los recursos son escasos y la economía se estanca porque la estructura productiva que los usa lo hace de forma ineficiente, o contaminante, por establecidos que estén las empresas, los empleos y las rentas que todos estos factores crean, ese status quo, lleva al declive y el estancamiento, a la carestía de la vida y a la destrucción de bienestar. Queriendo conservar los empleos, los activos amortizados y las rentas, en realidad, las acabamos destruyendo.

Sería perfecto que esa destrucción viniese motivada por la creación de lo nuevo (tecnología, empresas y trabajadores) que desplazase a lo viejo. Así, aumentaría el valor global y siempre se podrían encontrar recursos para operar las compensaciones necesarias que acabasen facilitando la transición. Sería incluso ideal que estas transiciones fluyesen según quedan amortizadas las viejas tecnologías, empresas o trabajadores, de manera ordenada.

Pero no, la destrucción creativa no funciona así. Por lo general es más traumática en sus diversos frentes. Tecnologías, empresas y trabajadores suelen quedar obsoletos, antes de estar plenamente amortizados, por la emergencia de lo nuevo. Ello hace más traumático y menos compensable parte del sufrimiento que conlleva el proceso. La responsabilidad no debería ser atribuida a los agentes del cambio, sino a las fuerzas de la reacción conservadora (monopolios -globales o de barrio-, patronales, sindicatos, gobiernos).

A la postre, todo esto de la creación destructiva nos remite a las filosofías orientales, especialmente el hinduismo, y al antiguo Egipto que nutrió la leyenda helenística del ave Fénix, encarnación del sol naciente. Nada impide pensar que el ave Fénix es el cisne amarillo (una especie de águila, sin embargo). Cada vez que aquella resurge de sus cenizas nace una oportunidad de vida nueva y mejor, de reparar los destrozos de la anterior reencarnación si esta no hubiese ido bien. El único problema es que, según la tradición, la vida del ave Fénix dura 500 años. Lo bueno es que el sol sale todos los días.

José Antonio Herce es socio de LoRIS